22 de agosto de 2016

La Otra Vieja Escuela


"Las reglas no son más que una serie de acuerdos que unen a jugadores y Máster para conseguir que el mundo de juego sea inteligible."
Steve Perrin y otros, RuneQuest Básico

No es la primera vez que digo por aquí que llevo tiempo dándole vueltas a la idea de hacerme mi propio juego de rol, un juego que me resulte cómodo a la hora de dirigir y que tenga todo lo que necesito para mis partidas. Esta idea no es novedosa ni tampoco excepcional, pues estoy convencido de que es algo que nos pasa a muchos de nosotros como simples aficionados venidos a más que somos (como nos describió hace poco un buen amigo muy acertadamente). Y la verdad es que lo he intentado ya en un par de ocasiones, aunque la cosa no llegó a cuajar ya fuera porque no terminó de gustarme lo que hice o porque otras cosas me obligaron a dejarlo.

Pero como suele ocurrirme a menudo, la idea resurge una vez y otra vez, incapaz de estarse quietecita del todo. Y cómo cada vez que me vuelven las ganas, también empiezo a echarle ojeadas a manuales de rol buscando aquí y allá por donde debería empezar y cómo podría hacerlo, revisando juegos tanto nuevos como viejos, aunque en este caso ha dado la casualidad de que la idea regresó justo cuando ojeaba y revisaba manuales de rol que pueden ubicarse en la corriente llamada "old school", como Clásicos del Mazmorreo, Dungeon World o Classic Fantasy por citar algunos. Y me llamó poderosamente la atención que, en muchos casos (si no es en todos), los creadores de esos juegos los escribieron, nostalgias aparte, por las mismas razones que nos llevan a otros a tener nuestro propio juego: o sea, comodidad a la hora de dirigir y tener todo lo necesario para hacerlo.

Claro que, como ya dije en cierta ocasión, los old school nunca me han llamado la atención: lo intenté con Aventuras en la Marca del Este y aunque soy capaz de disfrutar como el que más como jugador, a la hora de dirigir este tipo de sistemas se me atragantan por una simple cuestión: no he mamado de la teta de Gygax ni de Anderson, sino de otras ubres. Es cierto que mi primera partida fue con AD&D y que mis primeras reglas fueron unas fotocopias del D&D Básico pegadas en un cuaderno de espiral, pero el mazmorreo a mi me duró lo que tardó en llegar a mis manos un RuneQuest Básico de Joc Internacional (fotocopias también, of course), un juego que leí, aprendí y dirigí durante muchos años y aunque luego llegaron otros, RQ fue siempre la base y siempre me he sentido más cómodo con su sistema D100 que con otros.

Y lo más importante, y a esto es lo que voy, es que yo no soy el único al que le pasa esto, sobre todo en España. Es verdad que aquí hay una gran cantidad de gente que apuesta por el old school del D&D de los 70 y 80, descendientes directos de los primeros ejemplares que llegaron a nuestro país desde EEUU o de las ediciones de Borrás y Falomir, o puede que simples continuadores de la ola de retroclonismos que invade actualmente Estados Unidos, pero aquí existe otra vieja escuela que creo que es igual de grande que ha crecido al amparo de juegos diferentes, hijos putativos de Joc Internacional cuyos primeros juegos publicados (Cthulhu, RuneQuest, El Señor de los Anillos, etc.) ya estaban a otro nivel, pues son juegos que ya contaban con una década de experiencia encima y nada tenían que ver con aquellos folios amarillentos que Gygax sacó en el 74.Y sinceramente pienso que se trata de una corriente de juego no a pesar de no ser tan mayor como el old school es mucho más vieja que las corrientes narrativistas, indies y D20 que llegaron a finales de los 90, una escuela de juego que posee su idiosincracia propia y que muchos de nosotros aún tratamos todavía de rescatar del olvido y de valorar en su justa medida, pues ahora parece que los juegos de rol se dividen en sucedáneos de FATE o retroclones, olvidando o menospreciando en muchos casos la gran ola de juegos que existieron en los 80 y comienzos de los 90 y que contaban con unas características propias, que a vistas del jugador actual pueden ser mejores o peores, pero eran sin lugar a dudas las que definían este estilo de juego.

Sin miedo a lo complejo

Comparados con los primeros sistemas de los años 70 o con muchos de los actuales, los de esta época son, en líneas generales, bastante complejos, algo que no parecía preocupar a los diseñadores y mucho menos a los jugadores. Aunque a España no llegaron ejemplos tan extremos como Twilight 2000 o Hârnmaster, si que tuvimos a Rolemaster que, basándose en una premisa básica de tiradas de D100 abiertas, contaba con multitud de tablas de armas, críticos y pifias. Y la verdad es que no era algo que a los consumidores de los juegos les echara hacia atrás, sino todo lo contrario, y era habitual ponderar positivamente suplementos de juegos que añadían muchas reglas y subsistemas a lo que ya podíamos encontrar en los manuales básicos. Por ejemplo, volviendo de nuevo a Rolemaster, había suplementos con tablas de acciones para todas las habilidades que tenía el juego, que eran legión. O en RuneQuest eramos muchos los que estabamos deseando pillar algún nuevo suplemento con más reglas de creación de personajes o que añadíamos sin ambajes cualquier mecánica nueva que aparecía en la Líder.

Este aumento de la complejidad en las reglas era una búsqueda consciente del realismo o, al menos, de la simulación de la realidad en las mesas de juego: efectos de las heridas, localizaciones de impactos, modificadores según la situación, enfermedades, peligros, etc. Ello suponía, también, un aumento de las tablas en los manuales de juego. En la actualidad no es complicado encontrar juegos de rol cuyos manuales no tienen ninguna tabla (o una o dos a lo sumo), pero esa idea era inconcebible para esta escuela de juego, lo cual no nos parecía mal, sino todo lo contrario, pues las tablas facilitaban la tarea del Director de Juego al tiempo que delimitaban un aspecto o circunstancia de la partida. Es cierto que al principio había que hacerse con el juego y con las tablas, sobre todo para localizarlas dentro del manual, pero una vez que se había conseguido ya no se podía vivir sin ellas. Y nos encantaban, que conste: tablas de encuentros, tablas de pifias, tablas de armas, tablas de habilidades y mil más. No les teníamos miedo alguno pues sabíamos manejarlas con soltura.

Juegos, no teatro

Si no recuerdo mal, aparte de alguna mención en la introducción de los manuales básicos o de algún capítulo en futuros suplementos dedicados al Director de Juego, nadie dedicaba sesudos comentarios a lo que suponía interpretar a un personaje o narrar una partida de rol. La idea era reunirse con unos amigos, hacerte tu personaje, coger unos dados y empezar: la interpretación la realizaba cada jugador cuando quería (si es que quería) y el Director de Juego echaba mano de sus propios trucos a la hora de narrar, cuando no se dedicaba a simplemente arbitrar y dirigir la aventura.

Fue mucho más tarde, sobre todo a raiz de la llegada de Vampiro y todo el Mundo de Tinieblas, cuando la narración y las técnicas dramáticas empezaron a ocupar una parte importante de los manuales de juego. Claro que estas secciones, pensadas en principio más bien como complementos, ayudas y consejos para aquellos Directores de Juego que quisieran utilizarlos, se transformaron en normas monolíticas y no pasó demasiado tiempo sin que se convirtieran en la regla de medir al buen Director de Juego: o eres narrativista e interpretas o no eres digno de ser llamado Director de Juego (no digamos ya jugador). Y bueno, pues resulta que yo interpreto cuando tengo ganas, igual que hacen mis jugadores, y nos divertimos igual.

En los 80, quizás porque aún pesaba mucho la losa del wargame del que procedíamos, lo de interpretar no era una condición sine qua non y nada ni nadie te obligaban a ello. Nadie puede negar a las alturas que estamos que una partida de rol bien interpretada por jugadores y Director de Juego es una gozada, y en aquella época pasaba igual, pero no había nada en el manual que te impulsara u obligara a hacerlo.

El Azar y los Dados

A colación de los dos puntos anteriores, llega el momento de hablar de dados, tiradas y aletoriedad en los juegos de esta época. En los últimos años, lo que de verdad impera es que los jugadores creen su personaje como ellos lo quieren desde la punta de los zapatos hasta el último pelo de la cabeza, un control total que también se extiende a la propia partida, pues también cuentan con recursos para modificar la historia si es necesario utilizando puntos de Héroe, aspectos u otros diferentes atributos. Por otro lado, el Director de Juego también está al tanto de todo lo que ocurre en la partida, pues describe situaciones al momento, saca si es necesario más antagonistas, explica a los jugadores en términos narrativos los resultados de sus tiradas o reacciona al momento a los cambios que tienen lugar en la partida.

Está bien. Todos lo controlan todo.

Pero a veces resulta un pelín cansado, ¿no?

En los 80, al contrario que ahora, los juegos de rol confiaban mucho en la aleatoriedad y en las tiradas de dados, tanto en la creación de personajes (características generadas de forma aleatoria, por ejemplo) como en el propio devenir de la partida. Eran habituales encontrar tablas de encuentros aleatorios, tablas de climatología aleatoria, aparición de cantidades de monstruos al azar (por ejemplo, 2d4 enemigos) o incluso generación aleatoria de terrenos, mapas y culturas. Es cierto que de esta forma, el azar controla buena parte de lo que ocurre en la partida, pero es igual de cierto que le quitaba mucho trabajo al jugador, que muchas veces solo tenía que dejarse llevar para crear un personaje, y mucho más al Director de Juego, pues en su caso a veces solo debía seguir las indicaciones de una o varias tablas para generar rápidamente una estancia, un pueblo o una región si las cosas se desmadraban, lo que también impedía que cayera en los mismos tópicos una y otra vez. Porque se podrá hablar muy mal de las tablas de críticos de Rolemaster, por ejemplo, pero está claro que eran vistosas y que ofrecían al juego una enorme variedad visual e imaginativa que a un Director de Juego le podía costar imaginar (¿o de cuantas maneras crees que puedes describir una herida de 1 punto de daño en una misma partida?). Además, de esta forma nadie podía decir que un Director de Juego estaba siendo parcial o que favorecía a unos sobre a otros: la sagrada tabla y la igual de santa tirada eran realidades indiscutibles y allí nadie tenía nada más que decir.

La aleatoriedad y el azar también tenían una consecuencia lógica y que ahora se considera, en muchos casos, un defecto importante, aunque yo personalmente no lo veo así: la pérdida del equilibrio. De esta forma, si tenemos a unos personajes recién creados y los lanzamos a una aventura, el Director de Juego irá modificando las circunstancias para que la partida sea desafiante, pero sin llegar al extremo de ser mortal; en muchos juegos de los 80 no era algo a tener en cuenta, pues las tiradas de dados determinaban muchas veces la dificultad de lo que ocurría: si tus personajes novatos iban por un bosque y la tabla de encuentros aleatorios indicaba la aparición de una pareja de gigantes, eso es lo que había. De los personajes dependía que hacer: probablemente se ocultaran o puede que se enfrentaran a ellos, pero en todo caso aprendían que las cosas aquí son duras, lo que me lleva al siguiente punto.

Personajes a ras de suelo

En la mayor parte de los casos, los personajes protagonistas de los juegos de esta época son tipos más o menos normales con una pizca de heroicidad, pero no demasiado. Son personas corrientes y molientes enfrentados a la enormidad de un universo fantástico o de una galaxia infinita. Y claro, al final pasa lo que pasa. Aunque fue La Llamada de Cthulhu el primer juego de rol con personajes claramente inferiores a sus enemigos, las cosas no terminaron con ese título, pues en mayor o menor grado los protagonistas de muchos juegos de la época tienen que sudar, sufrir y sangrar para poder acabar una de sus aventuras. Siempre y cuando, claro está, las tiradas estuvieran de su parte.

Al contrario que en los primeros juegos de rol, donde los PG y los niveles convertían a un mindundi en un superhombre en no demasiado poco tiempo, o como en los actuales, donde se da por supuesto que los protagonistas son héroes y por tanto casi inmortales, los juegos de los 80 y comienzos de los 90 eran otro rollo. Es como comparar a James Bond con John McClane: los dos acaban con el malo, pero mientras uno lo hace sin despeinarse el otro cojea con cristales en los pies y sangrando por mil cortes en todo el cuerpo.

Y eso nos gustaba. Eran juegos difíciles. Aventuras complicadas donde no valía el saja y raja habitual si no querías acabar en la tumba. Como mucho, podías tener a tu disposición algún objeto mágico, hechizo o truco que te facilitara el camino, pero tampoco eran cien por cien fiables. Lo mejor era tratar de evitar el combate o, si no había posibilidad de rehuirlo, tratar por todos los medios de agruparse para ser siempre más que los enemigos... a menos que el encuentro aleatorio diga lo contrario, claro.

Un universo sin demasiada definición

Excepto muy honrosas excepciones, los manuales básicos de la época no dedicaban demasiado espacio a hablar del escenario en el que transcurrían las aventuras. Por ejemplo, si te da por echarle un vistazo al juego de rol de El Señor de los Anillos, no encontrarás sesudas explicaciones sobre historia y geografía de la Tierra Media: si las querías, tenías que recurrir a las novelas, porque el manual sólo te proporcionaba herramientas, reglas y mecánicas. Me diréis, y con razón, que hubo escenarios de campaña que aún hoy se siguen recordando, como Dragonlance, Glorantha o Reinos Olvidados, y que nacieron o se desarrollaron por primera vez en esta época, pero nacieron con mucha menos enjundia de lo que actualmente se lleva a cabo: Glorantha nació poco a poco, suplemento a suplemento, desarrollando regiones concretas (Pavis) o abocetando a grandes rasgos un gran continente (Genertela), mientras que el primer escenario de campaña sobre Dragonlance pensado como tal (o sea, un libro con la descripción del mundo de juego, no solo aventuras), tenía solo 130 páginas, mientras que el que se escribió para D&D 3.5 tenía más del doble.

Oye, y no nos parecía mal. Es cierto que queríamos más y más y tanto lo quisimos que al final acabaron llegando. Pero cuando no lo teníamos nos íbamos apañando y rellenábamos los huecos echando mano de la imaginación, de tiradas aleatorias o de las pequeñas referencias que aparecían un poco por allí y por aquí. Pero eso nos permitía echar mano de cualquier tipo de aventura, retocarla a nuestra conveniencia y utilizarla para nuestros fines sin que nos temblara el pulso. Ejemplos hay muchos: en la revista Líder había aventuras para RuneQuest que transcurrían en Elamle, una región que, por lo que yo sé, no se llegó a tratar abiertamente hasta la publicación de la Guide to Glorantha hace unos pocos años; Cronista, en su blog Mundos Inconclusos, nos cuenta como utilizaba las aventuras de Stormbringer para sus partidas; o yo mismo reconvertía todo lo que pillaba para que transcurriera en Glorantha con mayor o menor suerte.

Aventuras everywhere

Además de lo narrativo e interpretativo, Vampiro trajo consigo una lacra que todavía muchos juegos siguen copiando y que, personalmente, me parece horrible. Y es dedicar más recursos y esfuerzos a suplementos de ambientación que a aventuras puras y duras. Quizás es que mi educación rolera es de una época en la que su publicaban aventuras a troche y moche. Echadle un vistazo si no al catálogo de AD&D de esta época. O al de Star Wars D6. O al de El Señor de los Anillos. Módulos, aventuras y campañas para parar un tren y en la mayor parte de los casos muy curradas y de gran imaginación.

No me cabe duda de que la tendencia de publicar libros de ambientación puede ser más lucrativa económicamente hablando para una editorial, ya que imagino que si no fuera así no se hubieran escrito, pero siempre he tendido a creer, igual de forma muy inocente, que son las aventuras las que mantienen viva una línea a largo plazo y creo que alguna vez lo he dicho por aquí: los juegos que han sobrevivido a las décadas parece que son los que más aventuras han publicado en su carrera. Porque aunque pasen los años, las aventuras se pueden volver a jugar, aunque se usen diferentes ediciones o incluso diferentes juegos: La Tumba de los Horrores se ha jugado con multitud de retroclones y se seguirá jugando. Es como una película clásica: aunque la hayas visto de joven, siempre te apetece volver a verla.

Esta profusión de aventuras no existieron en los albores del rol (más que nada porque se pensaba que no eran necesarias, que cada Director de Juego se debía averiguar las lentejas como mejor supiera) y actualmente se da muy poco (quizás Clásicos del Mazmorreo o Pathfinder sean unas honrosas excepciones, aunque claro, son juegos que beben de viejas fuentes), quizá porque las editoriales buscan el éxito rápido de los manuales básicos o porque la mayor parte de los juegos de rol tienen una esperanza de vida muy corta y no hay tiempo para más. O quizás es porque, como diseñadores de rol, nos interesa más mostrar el universo que hemos creado con grandes disertaciones que empezar desde abajo y enseñarlo poco a poco aventura a aventura.

Todos contra uno y uno contra todos

No sé cuál fue el primer juego de rol que dijo aquello de que esto no es una competición del Director de Juego contra los jugadores para ver quien gana, pero es algo que se ha repetido incansablemente desde los inicios de esta afición. Pero en la época que estamos tratando aún no terminábamos de aceptarlo, la verdad.

Al tratarse de aventuras complicadas con muchas tiradas de dados, la sensación de "derrotar" al DJ era habitual y que tire la primera piedra el Director de Juego que no se haya enorgullecido alguna vez de acabar con todo un grupo de personajes (en mi caso, durante años, repetí mi primera experiencia en unas jornadas como Director de Juego en que acabé con un grupo de ocho personajes en apenas una hora de partida).

En la actualidad los juegos no sólo lo siguen repitiendo, sino que le han otorgado a los jugadores herramientas para que también influyan en la historia que se está contando, lo que ha acabado con la competividad que antes existía y que, a menos que se llevara a grados extremos, también creo que mejoraba un tanto la experiencia, pues los jugadores no sólo estaban allí tirando dados para destruir al liche de la tumba en la que se habían metido por el oro y la experiencia, sino para demostrarle al Director de Juego que con ellos no iba a poder. Y bueno, ese poquito de mala leche por ambas partes le daba un toque de competición que nunca sabía mal... siempre que supieras asumir una derrota, naturalmente (lo que a veces no era así y hablo también desde mi propia experiencia).

Es un juego al fin y al cabo

Y para terminar, quizás la características mas subjetiva que a mi entender tenía esta otra vieja escuela de los años 80 y comienzos de los 90 era el humor. Quizás es que todos éramos más jóvenes, pero en raras ocasiones nos lo tomábamos muy en serio. Entendedme: para nosotros los juegos de rol eran (y en muchos casos siguen siéndolo) un tema que nos consumía mucho tiempo y al que dedicábamos muchas de nuestras energías dirigiendo, escribiendo y preparando, pero cuando llegaba el momento de sacar dados, hojas de personaje y meternos de lleno en el meollo, la cosa transcurría como tenía que transcurrir. Y si resulta que te habías gastado un pastizal para la época en comprar una aventura o habías pasado muchas horas escribiendo a mano una y a los pocos minutos de empezarla en la mesa de juego los jugadores se reían porque nada más aparecer el malo pifia una tirada o porque han descubierto que le has puesto al villano como nombre la marca del boli con el que estabas escribiendo, pues eran gajes del oficio y sólo quedaba reirte tú con ellos.

No negaré que ahora la cosa en su mayor parte sigue siendo así, sobre todo en grupos de juego, pero en muchas jornadas te da apuro hacerlo, pues no sabes si quien te está dirigiendo aceptará que te cachondees de algo que ha pasado en su aventura, o de algún nombre o regla que él mismo ha ideado. O que directamente el manual de juego se lo tenga tan creído que no acepte que haya jugadores y grupos que quieren jugar, lo que por definición es una actividad divertida, sin caer en la cuenta que para cosas serias ya existen las compañías de teatro de arte y ensayo.

Claro que, repito, igual es que yo soy un salvaje cuando juego (como algunos han tenido la desdicha de sufrirme) y tiendo a reirme de todo (la retranca cordobesa que dice un amigo mío). O igual es que yo hace tiempo que no voy a una verdadera partida de rol. O igual es que siento nostalgia de las aventuras que jugaba hace casi treinta años.

Porque, sin lugar a dudas, esta vieja escuela es muy parecida a la otra, a la old school de los 70: ambas son producto de la nostalgia y de los recuerdos más felices.